sábado, 14 de abril de 2018

La leyenda «De Fray Juan de la Puebla» de la señorita D.ª Josefa Ugarte-Barrientos



Entrada dedicada a D. Joaquín Chamero Serena, cronista de Belalcázar, por su disposición y entusiasmo al enseñarme los secretos de su Archivo, cualidades propias de las personas atrapadas en la búsqueda de historias sobre su pueblo.

Ahora que está tan de moda recuperar escritoras que han sido olvidadas por la historia, es una satisfacción mostrar en este blog una leyenda escrita por una auténtica desconocida. No es mi intención abrir una investigación sobre la señorita Josefa Urgarte-Barrientos –así es como aparece en la portadilla interior de su libro–, pero espero que el gesto sea suficiente para despertar la curiosidad de otros, e incluso tengo la esperanza de que puedan reeditar ¿el romance? dedicado a Fray Juan de la Puebla, personaje histórico que tan de moda ha estado –y está– en Belalcázar.

He dado con su libro buscando documentación sobre la Santa Provincia de los Ángeles y me ha sorprendido por la belleza de alguna de sus estrofas dedicadas al Castillo de Belalcázar; asimismo por la confesión que realiza en su prólogo. Urgarte-Barrientos fue una una mujer valiente que se atrevió a escribir en la introducción de su libro lo siguiente: «Nadie mas necesitada que yo de voz amiga que le recomiende; de caracterizado nombre que le autorice; y sin embargo me presento sola, sin mas estímulo que mi vocación de poeta», no me cuesta mucho imaginarla buscando un escritor que se prestase a realizar la introducción de su libro y el desprecio de sus contemporáneos, no dispuestos a «rebajarse» para escribir un folio introductorio de los versitos de una mujer. 

En el contexto de la reprimida sociedad de finales del siglo XIX, la Sra. D.ª Josefa Urgarte-Barrientos –como se diría hoy con toda propiedad y derecho– publicó su libro titulado: Recuerdos de Andalucía. Leyendas tradicionales e históricas, Málaga, 1874, 425 páginas, en el que versificó una serie de leyendas españolas que abarcan a varios siglos, y cedió «todo el producto líquido de la presente edición á beneficio de las Monjas de Málaga». Las referencia que realiza al paisaje de Belalcázar –localidad donde residían mis abuelos maternos–, por su precisión, me recuerdan a los viajeros extranjeros que en los siglos XVIII y principios del XIX que se recorrieron nuestro país buscando la idiosincrasia y el folklore, recopilando historias y documentos que la mayoría de la gente culta del país despreciaba por ser "infracultura". No me cuesta esfuerzo imaginar a Urgarte-Barrientos como una de estas osadas viajeras, recorriendo lugares apartados para admirar la belleza de los monumentos abandonados, aunque confieso que no la he investigado, más que nada, porque mi intención es, reitero, mostrar un documento que muchos desconocen. Dejo la investigación sobre su persona –no dudo que será interesante, relevando a una mujer que superaba los encorsetamientos de su época–  para otros, si quieren ponerse a la tarea.

Al estar libre de derechos de autor, por el tiempo transcurrido, he optado por reproducir íntegramente el contenido de las págs. 269 a 354, respetando escrupulosamente la ortografía del texto. Urgarte-Barrientos desarrolla una leyenda del siglo XV sobre Fray Juan de la Puebla, en VIII partes, que finaliza con un epílogo. La razón por la que he optado por la formula de reproducir la «leyenda» en su integridad, en lugar de remitir al libro original –disponible digitalmente en la Biblioteca Virtual de Andalucía– es que cuando se utilizan los dispositivos móviles para leer, si no facilitas toda la información de forma directa, los lectores no pierden el tiempo abriendo nuevos enlaces insertos en textos escritos, por ello la repercusión del romance de Urgarte-Barrientos sería menor, se sabría de ella, pero no de su texto que es lo importante.

Antes de transcribir sus palabras, reproduzco la reducida biografía que, en la pág. 416 de su libro, ofrece sobre Fray Juan de la Puebla (Don Juan de Sotomayor): «Don Gutierre de Sotomayor, gran Maestre de Alcántara y primer conde de Belalcazar, cuya villa le donó el rey Don Juan el II, siendo erigida en condado, edificó el castillo que nos ocupa, y fué abuelo de D. Juan de Sotomayor, el cual heredó sus títulos y feudos. La autora tiene el honor de con- tar á dichos personajes entré sus ascendientes directos. 
El castillo de Belalcazar, una de las mas ricas construcciones feudales del siglo XV, se halla hoy regularmente conservado y pertenece á la casa de los duques de Osuna».


Portadilla interior del libro de Ugarte Barrientos, 1874.


Sin más, paso a transcribir la larguísima «leyenda»:




FRAY JUAN DE LA PUEBLA.
LEYENDA TRADICIONAL.
SIGLO XV.

I

¿Nunca visteis coronando 
Nuestras graciosas colinas,
Su antiguo esplendor mostrando 
Y aun sus almenas alzando, 
De un castillo las ruinas? 

¿Y su peñón ceniciento
No visteis que ya ennegrece 
De los siglos al aliento, 
Donde triste zumba el viento, 
Donde el ave se guarece? 

Ya no se escuchan canciones 
En honor de la belleza
Bajo aquellos torreones;
Pero adarbes y bastiones, 
Aun pregonan su grandeza. 

Cuando pasáis arrastrados 
Por el ligero vapor;
Bajo sus muros gastados; 
Al mirarles derrumbados 
Por el tiempo asolador, 

¿Gratas visiones añejas
No adivina vuestra mente
Tras aquellas tapias viejas;
Y fantásticas consejas
De otra edad de otra gente? 

¿Y no pensáis que suspira 
Al pié de goda ventana,
La melancólica lira
De fiel trovador que admira 
A su apuesta castellana? 

Ya no salen los señores
A correr la mora tierra
Con sus vasallos mejores,
Ni resuenan los clamores
De aquellos hombres de guerra. 

Ya á la lumbre del hogar 
No se escucha al caballero 
Sus aventuras contar,
Ni de prodigios hablar
Al fatigado romero. 

Ya no hay sangrientas jornadas 
Entre señor y señor,
Ni pendencias ni algaradas,
Ni vé sus tierras taladas 
El honrado labrador. 

Ni festines ni alegrías 
En sus desiertos salones;
Ni de la paz en los días 
Se aperciben monterías
Con perros y con halcones. 

No cruzan aventureros 
Por sus arcos ogivales;
Ni páges ni mesnaderos,
Ni galantes escuderos
Tras las damas principales. 
Ya no relinchan corceles, 
Ni hay tumultos ni asonadas 
Ni guerras con los infieles, 
Ni enamorados donceles.
Ni doncellas desoladas. 

En sus altivos blasones. 
Anidan las golondrinas; 
Se rinden los artesones, 
Y velan sus murallones 
Las seculares encinas. 

Pero también cobijando 
La rota techumbre oscura, 
Se posa un ángel llorando, 
Sobre las torres alzando 
Sus alas de nieve pura. 
Él conserva las memorias 
De aquella piedra sombría; 
Sus románticas historias:
Que es el ángel de las glorias; 
El ángel de la poesía... 
———————————
En una fértil llanura
De altos montes circundada 
Y cubierta de verdura, 
Ufana con su hermosura 
Por tres arroyos regada, 

Entre oscuros olivares
De la cordobesa sierra
Donde hubo un tiempo alminares,
En uno de los lugares
Mas amenos de la tierra, 

Sobre modesta colina 
Entre risco y montecillo 
Que pobre aldea domina, 
Contémplase la ruina
De formidable castillo. 

Fué una antigua fortaleza 
Al par que lujoso alcázar, 
Do brillaba la riqueza,
Y á la cual por su belleza,
Le nombraron Belalcazar. 

Un gran Maestre altanero
Sus murallas levantó,
Que cumplido caballero,
Contra el moro, buen guerrero, 
Largo tiempo peleó. 

Y mi cuento al comenzar, 
Cuando Castilla gozaba
Fama y ventura sin par. 
Pues que su pueblo á mandar 
La grande Isabel llegaba. 

Aquella mole severa
Cual la villa, por señor. 
Donoso garzon tuviera.
Cuyo ilustre nombre era 
Don Juan de Sotomayor 

Una página arrancada
A los ráncios cronicones
Te vá á ser lector mostrada, 
Con el encanto adornada 
De agüeros y tradiciones. 

Y si vieres algún día
El fuerte de que hablo yo, 
Recuerda la historia mía,
Y á la que en ruda poesía, 
Su pasado te contó. 

II

Gentil estaba el buen conde, 
El conde de Belalcazar,
En una tarde de Mayo Azul, 
trasparente y clara. 
Era Don Juan un mancebo 
De apostura tan bizarra. 
De procederes tan nobles
Y de prendas tan hidalgas, 
Que ningún señor, ninguno,
De los de aquella comarca, 
Ni en gallardía le vence.
Ni en destreza le aventaja. 
Nadie cual él, á las fieras 
Dar sabe en el monte caza; 
Nadie cual él en torneos, 
Nadie cual él en batallas. 
Como trovador insigne, 
Tañe con primor el arpa; 
Como guerrero valiente, 
Maneja robusta lanza. 
Fiestas ofrece á sus deudos 
En su riquísimo alcázar. 
Donde reina la alegría, 
Do ostenta el lujo sus galas. 
Todos admiran su fausto, 
Todos su valor ensalzan,
Y sus contrarios le temen, 
Y le distinguen las damas. 
En esta tarde, en el patio 
Del castillo cabalgaba, 
Sobre un caballo brioso 
Que ya impaciente piafa,
En cuyo agudo relincho, 
En cuya ardiente mirada, 
La pujanza se percibe
De la cordobesa raza. 
Luciente cota ceñía, 
Rica veste recamada,
Y limpio casco de acero 
Que su rostro recataba, 
Cuya cimera la forman 
Condal corona dorada.
Con un ligero penacho
De plumas jaldes y blancas. 
Cuatro escuderos antiguos
Con dos pages le acompañan, 
Que tras él respetuosos
El puente ferrado pasan,
Y galopando se alejan
De la sierra por la falda.
¿A donde vá el castellano
Sin guerreros y con armas?
Es quizás á algún torneo
O á algún festín que preparan? 
Es á un banquete que un noble 
En vecino fuerte daba.
Para lucir el boato 
De su tren y de su casa. 
Un señor que de la corte 
Há poco tiempo llegara, 
Cansado ya de negocios 
y de intrigas cortesanas. 

———————————

En una estancia opulenta 
Del castillo de Don Alvar, 
Que así nombran al hidalgo 
Que el banquete y fiesta daba. 
Osténtase rica mesa
Para el festín preparada, 
Donde los vinos relucen
En grandes copas de plata. 
Del salón en un estremo 
Algunos nobles se hallan, 
Que de caballos platican,
Y de guerras, y de cazas. 
Otros, en opuesto lado 
Rodean al buen Don Alvar, 
Y de los reyes preguntan,
Y de las guerras de Italia. 
Y en las anchas galerías
Y lujosas antecámaras. 
Bullen, pages y escuderos,
Y dueñas y Maestre-salas: 
Oyóse largo ruido
De espuelas y de pisadas, 
Y con noble continente, 
Entró Don Juan en la estancia. 
Después de algunos instantes
Se abrieron dos puertas anchas, 
Y mas hidalgos penetran. 
Penetran hermosas damas; 
Y el tapiz por fin alzando
Que un camarín ocultaba, 
—«La condesa:» gritó un page, 
Con voz reverente y clara. 
—«La condesa...» repitieron 
Todos, que verla anhelaban; 
Pues no conoce ninguno,
A la hermosa castellana. 
Bella en verdad aparece; 
Su toca cual nieve blanca, 
De ángel un rostro circunda 
Que anima púdica gracia. 
Y la esbeltez de su talle 
Un largo brial realza 
De celeste terciopelo.
Que rico brocado esmalta.
Dos dueñas de grave porte
A la señora acompañan,
Y su esposo á recibirla
Cariñoso se adelanta.
Don Juan que á todos los nobles 
En cortesía aventaja,
Anhela ser el primero 
En saludar á la dama.
Llega, inclínase ante ella.
Ambos fijan sus miradas;
Ella se turba un momento,
Y él dice:—«Cielos… Constanza!...» 
Mas con galante saludo 
Su conmoción ocultara,
Y todos en el banquete
A ocupar sus puestos pasan. 
Allí reinó la alegría,
Allí brindis se cruzaran,
Mas pensativos contemplan 
Al conde de Belalcazar. 
Después, cuando en el sarao 
Nobles y hermosas danzaban 
Brillando sus ricos tragos 
A la lumbre de las lámparas, 
Cuando era todo bullicio, 
Cuándo era todo algazara,
El en el hueco apoyado 
De una gótica ventana,
Como sombras las figuras
De aquel cuadro contemplaba, 
Y clavábanse indiscretas
Sus pupilas abrasadas,
En las azules pupilas
De la condesa Constanza. 

— — — — — — —

Mas tarde de su castillo 
El ancho puente pasaba,
Y al resplandor de la luna 
Desde su condal estancia, 
Las fuertes torres observa 
Del palacio de Don Alvar; 
Y allí absorto le sorprende 
Con sus fulgores el alba, 
Embebido en las memorias 
De los días de su infancia. 
Sin comprenderlo, suspira; 
Siente oprimírsele el alma, 
En la cual, encantadores, 
Mil recuerdos se levantan; 
Hasta que el ángel del sueño 
Tendiendo sus leves álas, 
Aduerme su fantasía 
Entre ilusiones amadas. 

III

Y mientras el conde sueña 
Con su niñez alhagüeña; 
Mientras soñando se olvida 
Que es ya para siempre huida 
Su esperanza mas risueña, 

A la memoria traer 
Podremos la grata historia 
De su infancia, y comprender 
Porqué le hace padecer 
Aquella dulce memoria. 

En esos días dichosos
De la edad siempre querida 
Que se alejan presurosos, 
En los años venturosos
De la aurora de la vida. 

En esa infantil edad
De alegría y de candor
Y grata felicidad
En que es el placer verdad, 

En que es mentira el dolor; 
Cuando hay flores y no abrojos, 
Cuando no alteran la calma
Ni desencantos ni enojos.
Ni lágrimas en los ojos. 
Ni pasiones en el alma. 

Gozoso el conde vivía, 
Y en el castillo crecía 
Bajo el materno cuidado, 
A las artes entregado 
Que á su rango convenía. 

Como cumple á caballeros, 
En el caballo y la lanza
Le adiestraban los guerreros, 
Y en él, sus fieles pecheros 
Colocaban su esperanza. 

En otro fuerte almenado
Por un río separado
De su castillo y su villa,
Un hidalgo de Castilla 
Valeroso y arruinado, 

Tranquilo y feliz moraba 
De armas y negocios lejos; 
De la corte se olvidaba,
Y su ventura cifraba
Tras aquellos muros viejos, 

En una adorada esposa, 
Y en una niña nacida
En esta tierra dichosa, 
Tan alegre y tan hermosa 
Como su patria querida. 

Y por Dios que se digera 
Que un rajo de sol formó 
Su dorada cabellera,
Y que á la rosa hechicera,
Su vivo carmin robó. 

El límpido azul copiaron 
Sus ojos, del puro cielo, 
Donde sus luces brillaron, 
Y cuyos rayos templaron 
De las pestañas el velo. 

Y crecía la doncella.
De su edad en los albores 
Siendo del valle la estrella; 
La flor mas pura y mas bella 
De la tierra de las flores .

Cuando la tarde caía, 
Con una dueña salía
Y al fresco prado bajaba. 
Donde el perfume aspiraba 
Del campo de Andalucía. 

Allí al mísero indigente 
Tendia su blanca mano 
Ausiliándole clemente,
Y bendecían su frente 
El huérfano y el anciano. 

Y siempre en el bosque umbrío 
O en las orillas del río,
Al volver, al conde hallaba
Que cual ella paseaba 
Todas las tardes de estío. 

Algún preceptor severo 
Al joven señor seguía, 
Que ya garrido y ligero 
Sobre su caballo obero, 
Por la llanura corría. 

Pero siempre se apeaba 
A los pies del montecillo 
Donde el fuerte se asentaba, 
Por do la niña pasaba 
Para volver al castillo. 

En sus juegos infantiles 
A su placer entregados, 
Aquellos niños gentiles 
Gozaban en los pensiles 
Alegres y descuidados. 

Y el dulce y feliz acento 
De sus voces y sus risas, 
Se mezclaba con el viento, 
Y con el blando lamento 
De las hojas y las brisas. 

Flores el conde arrancaba 
De aquellas sierras amenas 
Con que guirnaldas formaba, 
Y á la hermosa coronaba 
De silvestres azucenas. 

Mas los años trascurrieron. 
Entrambos niños crecieron,
Y él mas apuesto, y mas bella
Y mas seductora ella,
Con los nuevos años fueron. 

Catorce abriles contaba
La joven encantadora;
Él, en diez y seis frisaba,
Y ya en sus frentes brillaba 
De la juventud la aurora.

Una tarde el caballero 
Triste vagaba y á pié
Sin preceptor ni escudero, 
Por el florido sendero 
Donde á la doncella vé. 

Los ojos de vez en cuando 
Hácia el castillo volvia
A alguien sin eluda esperando, 
Y en algo quizás pensando. 
Por la colina subia. 

A la antigua fortaleza 
Distraído se acercaba;
Y del bosque en la maleza 
Vió que la gentil belleza 
Hácia él, ligera llegaba. 

—«Gracias á Dios;» dijo el conde, 
Que al fin quiere que te halle; 
¿Por qué tu beldad se esconde? 
¿Dónde has estado? responde; 
No has ido al rio ni al valle?...» 

—«No;» la niña respondía 
Con tristeza;—«no salí
De mi estancia en todo el dia; 
Y vengo... porque... queria...» 
—«¿Qué?»—«Despedirme de tí.» 

—«¿Dejas esos muros viejos? 
Quizás tus padres irán
De Córdoba á los festejos...» 
—«No, Juan, que será mas lejos; 
Mucho mas lejos, mi Juan. 

«Mi padre que ya olvidado 
Há muchos años vivia
De negocios separado
Y en su castillo encerrado 
Feliz su vida corria, 

«Sus vasallos y su tierra 
Y nuestra querida sierra, 
Deja, saliendo mañana
Con la hueste castellana 
Para la distante guerra. 

«Que ya cansado se siente 
De esta solitaria vida;
Y allá á la Italia, valiente 
Quiere marchar con su gente 
Tras la gloria apetecida. 

«Mi madre y yo partiremos 
A la corte; pues allí
Deudos y amigos tenemos,
Y no quiere que quedemos
Mi padre, solas aquí. 

«Ya con el gran capitán 
Se embarcan en las galeras 
Los hidalgos que allá van; 
Fuerza es dejar mis riberas, 
Mi valle y mi rio: Juan.» 

—« Con que partes... 
¡cuan hermosa, 
Dijo el conde, brillará
Allá en la corte dichosa, 
La pura y naciente rosa
Que encanto á la sierra dá!... 

«Allí dicen que hay placeres 
Cuantos sueña el pensamiento; 
Lucirás, pues bella eres;
Serás feliz; ¿mas qué quieres? 
Pienso alegrarme y lo siento. 

«Lo siento; ya en la pradera,
No hallaré tanta fragancia
La vecina primavera.
Sin mi dulce compañera. 
Sin mi amiga de la infancia. 

«Ya por los montes aquellos 
Vagaré triste y á solas.
Sin verte jamás en ellos;
Ya no ornaré tus cabellos. 
De azucenas y amapolas. 

«Ya nunca á los ruiseñores 
Oiremos cantar aquí 
De la luna á los fulgores... 
¡Qué tristes serán las flores!... 
¡Qué tristes serán sin tí!...» 

—«Yo también siento dejar 
Este apacible lagar
De la corte por el brillo;
Y aquese viejo castillo 
Que abandono con pesar. 

«Mas vivirán en mi mente 
De estos lirios los aromas; 
De ese arroyo la corriente; 
Esa colina, esa fuente, 
Donde beben las palomas. 

«Y aun mas; nunca olvidaré 
En el suelo castellano
Al amigo que dejé;
El que siempre tierno fué 
Mas que un amigo, un hermano.» 

—«¿Conservas Constanza mia 
Algunas flores de aquellas
Que te daba cada día,
Y que para tí cogia 
Entre las flores mas bellas? 

—«Si.»-«Pues guárdalas, hermosa; 
Y al volver de los torneos, 
Contempla una mustia rosa,
Y recuerda cariñosa 
Nuestros alegres paseos.» 

—«¡Oh, si; que nunca en mi vida 
Nuestra infancia olvidaré…»
—«Y yo, tu imágen querida, 
Siempre en la sierra florida 
Como en mi pecho veré.» 

—«Adiós Juan.»-«Adiós Constanza; 
Adiós; mi mente no alcanza
Porqué el alma se estremece…
¡Ay Constanza!... me parece 
Que te llevas m i esperanza!…»

———————————

Así el mancebo decia; 
Las lágrimas contenia,
Y de la niña amorosa,
Bajo su mano ardorosa,
Temblar la mano sentia. 

Por un instante callaron;
Y en él aun mas se digeron, 
Pues sus lágrimas hablaron.., 
Llorando se separaron,
Y á sus hogares volvieron. 

Y al brillar el nuevo dia 
El joven conde sin calma, 
Desde una torre veia
Que su Constanza partía
Y se llevaba su alma!... 

————————————

Ya diez años han pasado;
El conde en la corte ha estado, 
Y al preguntar por su bella, 
Ninguna noticia de ella
Nadie en la corte le ha dado. 

Y hoy su mente adormecida 
Aun sueña con su Constanza
Y con su niñez florida;
Pero el infeliz olvida
Que ha perdido la esperanza! 

IV

¿Quién al vogar por los mares 
Borrascosos de la vida,
Su adolescencia querida
No recuerda con placer? 
¿Y quién con amor no torna 
Al retiro silencioso,
Que aun conserva misterioso 
Ese recuerdo de ayer? 

El castillo ceniciento 
Entre encinares velado 
Donde aquel noble olvidado 
Tranquilo y feliz moró, 
Donde Constanza creciera
De la sierra entre las flores, 
Al perder á sus señores 
Todo su encanto perdió. 

Ya en la graciosa colina 
Por donde niña bajaba .
Y donde al conde encontraba 
De los valles al volver, 
Los huertecillos no existen 
Que placenteros formaron,
Y sus rosas se agostaron
Para nuncaflorecer. 

Mas en los álamos verdes 
Los nombres se contemplaban, 
Que ellos un tiempo gravaban; 
Un tiempo de bien fugaz.
Y aun gemía el vientecillo 
Entre las selvas sombrías, 
Como en los plácidos dias 
De la inocencia y la paz. 

——————————

En una tarde apacible 
De esas límpidas y bellas,
Una tarde como aquellas 
De juvenil ilusión,
Por la ribera una dama 
Y antigua dueña subian, 
Y dos pages las seguían 
Con birrete y con blasón.

Iba la dama ligera
Por la colina trepando,
De su infancia recordando 
La envidiable soledad;
Y entre la brisa olorosa 
Que sus rizos agitaba,
Aun creia que aspiraba
Los perfumes de otra edad. 

Al fin, del fuerte atraviesan 
Las antiguas galenas,
Por las cuales otros dias 
Alegre turba cruzó; 
Y por la que ja tan solo 
Estiende su vuelo errante, 
La golondrina constante 
Que en sus torres anidó. 

Y en el hogar apagado
A cuya lumbre escuchaba
Al romero que tornaba
Sus aventuras contar.
Donde en las noches de invierno 
Mientras la lluvia caía
Al fiel trovador oia
Raras historias cantar, 

Triste, absorta permanece; 
Que allí de su noble padre, 
Allí de su tierna madre
Las sombras augustas vé;
Y de sus Cándidos ojos
Dos puras lágrimas ruedan,
Que solo en su pecho quedan. 
Memorias del bien que fué. 

Desde la altiva muralla 
Tras de las pardas almenas 
Do tantas noches serenas 
La blanca luna admiró, 
Contempla el vasto horizonte 
Que magnífico se estiende,
Y el rojo sol que desciende, 
Y así á la anciana le habló: 

—«¿Recuerdas Guiomar, recuerdas 
Los crepúsculos suaves
En que entonaban las aves
Su dulcísimo cantar. 
Cuando, contigo risueña 
A los villares bajaba 
Y venturosa cruzaba 
El verdinegro olivar? 

«¡Oh mi Guiomar! ¡cuán distintos 
Eran los dias aquellos, 
En que de los prados bellos 
Gozábamos el verdor!
En que pasaban los años
En tranquila bienandanza, 
Sin zozobra ni esperanza, 
Sin afanes ni temor.» 

—«Señora, Guiomar repuso; 
Cuando á Italia vos partisteis 
Do vuestro padre perdisteis 
Esposo digno al hallar, 
¿Cómo imaginar que un tiempo 
A estas montañas tornárais,
Y que siempre os acordárais
De vuestra pobre Guiomar!» 

—«¡Oh cuantas horas de luto 
Cubrieron mi amarga vida!
Mi madre, Guiomar querida 
Presto en Castilla murió; 
Y yo con mi anciano padre 
Partí para estraña tierra, 
Donde el furor de la guerra 
Con estruendo resonó. 

«Un dia, ¡dia terrible! 
Con una profunda herida, 
Mi padre casi sin vida 
Cayó en la tremenda lid; 
Y yo le vi moribundo... 
Y sus palabras postreras, 
Cual santas leyes severas 
Resonaron para mí. 

«Al par que yo, le velaba 
Un ilustre caballero.
Que allá en el combate fiero 
Violo á su lado caer: 
El, de consuelos amantes 
Mi triste pecho inundaba, 
Y del anciano endulzaba 
El acerbo padecer. 

«Y cuando de nuestros brazos 
Arrancábale impia muerte.
Con débil voz, de esta suerté 
Por última vez habló: 
—«Don Alvaro, vos sois noble; 
Sobre esta tierra apartada
Mi hija queda abandonada; 
Velad por ella cual yo. 

«Entonces el buen hidalgo, 
Mi trémula mano asiendo
Y de rodillas cayendo
Ante el lecho, dijo así:
—«Yo por el Dios que nos oye 
Hacerla mi esposa os juro; 
Morid Don Pedro seguro.
Que otro padre tendrá en mí.» 

«Así, generoso apoyo
En mi orfandad me tendia; 
De mi padre la alegría 
Brilló en la pálida faz: 
Espirante nos bendijo;
Y nuestras manos uniendo, 
Su alma de la tierra huyendo 
Subió á los cielos en paz!…» 

Calló aquí doña Constanza; 
Y de su pupila hermosa,
Una lágrima amorosa 
Tranquila se deslizó: 
Fijando en la casta luna 
Melancólica mirada.
En su recuerdo estasiada 
Por largo tiempo quedó. 

Mas una voz conocida
Que una trova ó un lamento 
Lanzaba débil al viento, 
La hizo en si propia volver. 
Pues esa antigua balada
Es de su infancia la historia; 
Es una grata memoria 
De su existencia de ayer. 

—«¿Escuchas Guiomar?» la dama, 
Dijo confusa á su dueña;
«Es la canción halagüeña
Que otro tiempo entoné yo.»
 —«La trova, Guiomar responde, 
Que en este sitio, á esta hora, 
Don Juan para vos, señora. 
Enamorado cantó.» 

—«¡Oh! partamos, dueña mia!... 
No debo escucharla hoy.
Pues ya la niña no soy
Que se la supo inspirar;» 
Dijo en su litera entrando; 
Y bajo su blanco velo. 
Oculta la faz de cielo
Un sollozo al exhalar. 

Pero al bajar la colina, 
Como otro tiempo dichoso, 
Al jóven conde amoroso 
Sobre su caballo vió: 
Con respeto saludóla;
Y un suspiro lastimero.
El infeliz caballero
Dentro de su pecho ahogó. 

—————————

¿Porqué el conde aun amante vagaba 
A la falda del monte feráz?
¿Y la trova porqué recordaba
Que otro tiempo entonara fugáz? 

¿Porqué en mágico sueño estasiado 
Halagaba su blanca ilusión?
¿Porqué ¡ay cielos! 
porqué, si ha dejado 
La ventura su gran corazón? 

Por los sitios do grato vivia 
Su recuerdo constante de ayer, 
Al tornar solitario, sentia 
Inefable, tranquilo placer 

¿Mas qué fué de su encanto querido? 
¿Por qué triste abismado en su mal 
Há la calma bendita perdido, 

Corre en pos de insensato ideal? 
¿Tanto puede un recuerdo borrado 
De la dulce apacible niñéz? 
¡Era un fuego ya casi apagado 

Que potente renace otra vez!... 

Solo busca su vista un objeto,
En el agua, en la selva, en la flor; 
Y ocultando implacable secreto, 
Vierte á solas su llanto de amor. 

Y al vagar por los gratos lugares 
Que admiraran su bien y solaz,
A ellos cuenta sus lentos pesares;
A ellos pide del alma la paz. 

En la orilla del plácido rio.
La paz busca que rápida huyó;
La paz busca en el bosque sombrío; 
La paz ¡ay! que por siempre perdió.. 

Y ni selvas, ni ríos, ni flores 
A su pecho la pueden volver; 
Todo en mudo lenguaje de amores. 
Solo alcanza su duelo acrecer. 

¡Ay del hombre sin dicha entregado 
A violenta indomable pasión!
¡Ay del hombre á luchar condenado 
Con su mísero y fiel corazón! 

V

Es una hermosa mañana; 
Huyen los luceros tímidos, 
Ante el sol que alza brillante 
Por el Oriente su disco. 
Torna la sierra á la vida; 
En los bosques escondidos. 
Cantan alegres las aves, 
Corren bullendo los rios. 
Abrense á la luz las flores, 
Y abandonando sus nidos, 
Cruzan águilas caudales 
El ancho espacio vacio.
Y ya pages.y escuderos
Con canciones y con gritos. 
Grande algazara promueven 
De Don Juan en el castillo. 
Los alazanes adornan
Con caparazones ricos,
Y con ligeros penachos 
Que acaricia el vientecillo. 
Doquier, arneses se admiran; 
Doquier, ricos atavios,
Y cintas de mil colores,
Y lanzas de acero fino. 
Del conde los escuderos, 
Limpian las armas activos, 
Y alegres corren sus potros 
Los jóvenes pagecillos. 
Unos, ornan sus birretes; 
Otros, sus cascos bruñidos; 
Este, la malla se viste; 
Aquel, suspende un anillo; 
Y caballeriza y parque 
Son confuso laberinto 
De voces y de pisadas. 
De carreras y relinchos. 

——————————

Tan solo Don Juan en tanto,
Triste, absorto, pensativo,
Abismado permanece
En pensamientos distintos. 
Y es, que aquese movimiento, 
Aquese marcial ruido,
Aquellas galas que brillan, 
Aquellos preparativos, 
Un grato festín anuncian
Que dar quiere en su delirio, 
A la hermosa de sus sueños, 
Al bien que llora perdido; 
Pues todos los ricos-hombres 
De los estados vecinos,
Festejan á los ilustres
Y nobles recienvenidos;
Y él, mas que todos galante 
Oculta su mal impío,
Y un gran torneo prepara 
En su opulento castillo.
Por eso corren los pages; 
Por eso es todo bullicio, 
Y llora Don Juan á solas 
Sus amantes desvarios. 

——————————

En tanto el sol avanzaba
A mitad de su camino,
Dando mas vida á la selva,
Dando á las flores mas brillo. 
Todo animación respira;
Y los señores, festivos,
En el alcázar penetran
De sus donceles seguidos. 
Este, con su verde banda,
Pinta su esperanza altivo; 
Aquel, con la azul, demuestra 
De los celos el dominio. 
Y llegan después las damas, 
A cuyas planta.s rendidos, 
Los caballeros ofrecen 
Bandas, cintas y albedrio. 
De Doña Constanza allí,
Luce el rostro peregrino. 
Siempre envidia de las bellas,
Siempre de beldad prodigio. 
Don Juan entra en el palenque 
De cuatro pages seguido, 
Y aunque gallardo se muestra 
Y es en lo cortés el mismo,
Todos notan en sus ojos
Algo de triste y sombrío; 
Todos su divisa estrañan, 
Y alegórico vestido;
Y este recamada luce
Del color verde-amarillo,
De que se tiñen las hojas 
Pasado el ardiente estío. 
Cuando suspirando caen
De sus árboles queridos,
Al .soplar las blandas brisas 
Hijas del otoño tibio.
Sobre su casco acerado
Brillante como el sol mismo,
De color igual, el viento
Agita penacho rico.
Y en su escudo por divisa,
Un árbol vése marchito;
De él ruedan las hojas mustias, 
De él huyen los pajarillos. 
Debajo se ostenta solo
Un verso por mote escrito.
En que con asombro leen: 
«Está mi pecho lo mismo...» 
Pero los clarines suenan;
Dáse á la fiesta principio;
Y en vez de lanzas fornidas. 
Los hidalgos aguerridos. 
Débiles cañas manejan
Con las que muestran su brio. 
Todos el color que eligen 
Honrar quieren atrevidos,
Y en los ojos de sus damas 
Buscan al valor estímulo.
Aqui, miradas se cruzan;
Allí, se cruzan suspiros, 
La animación acreciendo,
De la fiesta entre el bullicio. 
Luego que rompen las cañas, 
Corren ramos y. morillos.
Que á sus clamas cual trofeos 
Ofrecen después rendidos. 
Don Juan su caballo deja,
Y subiendo al balconcillo 
Donde está Doña Constanza 
Que es su vida y su martirio. 
Ante ella de hinojos puesto 
Enamorado le dijo:
—«Vos señora sois la reina 
De este festin que os dedico; 
Vos que sois el ástro bello 
Que dá á la sierra atractivo,
Aceptad esta sortija; 
Yo condesa os lo suplico.
Por nuestra amistad pasada, 
Por nuestra amistad de niños.» 
Besó su mano galante,
Ella recibió el anillo,
Pero de carmin cubrióse
Su megilla al recibirlo.
Dióle las gracias modesta; 
El conde lanzó un suspiro, 
Y de Don Alvar los ojos 
Que tiene sobre ellos fijos. 
Estraña espresion tomaron; 
Palideció de improviso, 
Dándole fuerte y convulso 
El corazón un latido. 

— — — — — ————

En su cámara lujosa
Don Alvar con voz sombría, 
Aquella noche decia
A su bellísima esposa: 

—«¿Qué amistad señora es esa 
De la que el conde os habló 
Cuando la sortija os dio?…
¿No me respondéis, condesa? 

«Vos al conde conocíais; 
Pero ¿porqué ¡vive Dios! 
También os turbásteis vos 
Cuando al conde respondíais?» 

—«¿Turbarme decís? no á fé; 
Yo le conocí, es verdad.
Allá en la primera edad
Que en estos valles pasé. 

«Desde entonces, hasta ahora 
Que no le he visto sabéis: 
Pero acaso dudareis...» 
—«¿Y sus colores, señora? 

«Ya visteis que en su blasón 
Un árbol seco lucia,
Y que en el mote decia:
Tal está m i corazón. 

«El verde triste y oscuro 
Que esmalta las hojas yertas, 
¿De sus ilusiones muertas
No es el emblema seguro? 

«¿Y acaso no se os alcanza 
Que sus perdidos amores 
Rueden como secas flores
Del árbol de su esperanza?» 

—«Bien puede ser:» la señora 
Con voz dulce contestó;
«Mas su historia, no sé yo
Qué os hace pensar ahora. 

«¿Dudáis de mi honor quizás? 
¡Oh Don Alvar!... si así fuera 
Mi vida gustosa diera
Porque no dudarais mas!» 

—De tí no, Constanza mia; 
Pero vi la turbación
Con que imprudente, traición 
A sus secretos hacia. 

«El dolor ó la tristeza 
Veo en sus ojos pintados; 
En sus ojos, que clavados 
Siempre tiene en tu belleza. 

«¿No es fácil que aquel cariño 
Que un tiempo te profesaba
Y que inocente guardaba
En su corazón de niño, 

«Hoy ya con distinto nombre 
Se alce mas fuerte que ayer 
Dominando á su placer
En su corazón de hombre?» 

—«¡No; no!»-«¡Don Juan desdichado 
Si á locos, sueños te arrojas!
¡Si anhelas volver sus hojas
A aquel árbol deshojado!...» 

Tal dijo el conde, y salió; 
Dio un golpe la rica puerta, 
Y sola, abrumada, yerta, 
Doña Constanza quedó. 

VI
|Ay triste del que siente 
La llama de los celos, 
Alzarse allá, en su alma 
Turbando su razón! 
¡Ay triste del que vive 
Luchando en sus desvelos, 
Sin que á vencer alcance 
Su amante corazón! 

¡Ay del que acoge incauto 
Una sospecha impía.
Que crece y se agiganta 
Con ímpetu cruel! 
¡Ay del que amando muere 
Y llora noche y dia.
Sin que un suspiro deba 
Lanzar su pecho fiel! 

¡Ay del que abriga celos,
Que róbanle la calma!
¡Ay del que calla y sufre
A solas su dolor!
¡Ay del que á horrible duda 
Entrada dió en su alma, 
¡Y, ay del triste que siente 
Sin esperanza amor!... 

——————————-

Así sufriendo entrambos, 
Entrambos también callan,
En lucha desmedida
Con un eterno afán: 
Así en letal silencio
Sin reposar batallan,
Don Alvar con sus celos 
Y con su amor Don Juan. 

¡Don Juan! que mas que nunca 
Enamorado, ardiente.
Cede al impulso loco
De su fatal pasión; 
Y entre recuerdos dulces 
Su enardecida mente, 
Exáltase forjando
Un mundo de ilusión. 

Por eso repetía
La trova deliciosa
Cantada en otro tiempo 
De bien, que huyó fugaz: 
Y llora la edad bella
Que ya pasó dichosa,
Y llora la dulzura
De su perdida paz. 

Borrar en vano intenta, Inquieto, delirante.
La imágen seductora
De la beldad gentil; 
A cuyo influjo siente.
Pues que la adora amante, 
Adormecerse el alma 
Entre delirios mil. 

¡Mas ay! que mientras sueña 
En ciego desvario,
Hay otro que en sus ojos 
Leyendo está su mal. 
Y que sumida el alma 
Tiene en pesar sombrío,
Sintiendo de los celos
El aguijón fatal. 

Don Alvar, que confuso 
Sorprende sus miradas, 
Sus lánguidos suspiros,
Su desdichado amor; 
Y luchan en su mente 
Ideas encontradas,
Que encienden en su pecho 
La saña y el rencor. 

Por eso entrambos nobles 
A odiarse presto llegan:
La dicha de Don Alvar 
Envidíala Don Juan; 
Y su soñada injuria
Tanto á Don Alvar ciega, 
Que su despecho insano 
Oculta apenas ya. 

¡Ay del que abriga celos 
Que róbanle la calma! 
¡Ay del que calla y sufre 
A solas su dolor!... 
¡Ay. del que á horrible duda 
Entrada dió en su alma! 
¡Y ay del triste que siente 
Sin esperanza, amor!... 

Era un espléndido dia; 
El sol radiante doraba
Los campos de Andalucía, 
Y el bullicio y la alegría 
Por los montes comenzaba. 

Del Zuja por las riberas, 
Por los empinados cerros
Y por las verdes praderas, 
Caza van dando á las fieras 
Hombres, caballos y perros. 

Y mientras los cazadores 
La res en el monte alcanzan 
Que acechan los ojeadores,
En el viento los azores 
Sobre las aves se lanzan. 

Que si al noble caballero 
Faltan contrarios y guerra 
Donde ejercitar su acero, 
Buscarlos sabe altanero 
En el aire y en la tierra. 

Por eso por las cañadas 
Y por las hondas quebradas 
Los cuernos suenan y yoces, 
Y tropeles y algaradas
De cazadores veloces. 

Y las fieras, escondidas 
En los bosques ignorados, 
Abandonan sus guaridas 
Bramando de furia, heridas 
Por los dardos acerados. 

El ciervo al monte se lanza, 
A él se arroja el javalí
Sin aliento n i esperanza.
Plasta que la muerte alcanza 
A manos de un hombre allí. 

Y no existe monstruo fiero 
Ni ave sencilla, á quien guerra 
No dé el osado montero.
Con el halcón ó el acero.
En el viento ó en la tierra. 

Tales son las fiestas, pues, 
Y la alegre montería
Que dá Don Alvar tal es, 
A sus amigos, cortés,
A quienes honrar quería. 

Que si todos le sirvieron, 
Así á todos corresponde
Galán, si galantes fueron;
Y está entre los que vinieron 
De Belalcazar el conde. 

Mas falta el sol de la sierra; 
La flor mas encantadora
Que en aquel valle se encierra,
Pues que la caza le aterra 
A la sensible señora. 

Eso Don Alvar decía,
Su ausencia así disculpando; 
Pero todo el que lo oía, 
Malicioso sonreía
De su certeza dudando. 
El conde que no le oyó, 
Por la hermosa castellana 
A su esposo preguntó: 
Aqueste se dirigió
Hácia una selva cercana; 

Y,—«para bien contestar 
A lo que anheláis saber, 
Venid Don Juan al pinar,
Pues que de honor al tratar 
Solos por Dios ha de ser.» 

Dijo con. voz alterada. 
Don Juan, sus pasos siguió, 
Y en una selva apartada 
De viejos pinos formada,
Tras de Don Alvar entró. 

Largo tiempo razonaron, 
Empero ninguno oir
Pudo lo que allí trataron, 
Y como no lo escucharon 
Yo no lo puedo inferir. 

Alto conversando están; 
Mas que dicen solo sé, 
Cuando las manos se dan: 
—«Hasta mañana Don Juan.» 
—«Don Alvar, no faltaré.» 

Momento después, salió 
Don Juan, que fuera de si 
En su caballo montó,
Y colérico de allí
A trote largo partió. 

—————————

Iba declinando el día;
El sol que ya se ocultaba 
Los altos montes teñia,
Y en sombra el valle yacia 
Que la luna plateaba. 

Aun ilumina el otero 
La ya moribunda luz,
Y á su castillo severo
Se dirige el caballero 
Sobre un caballo andaluz. 

Y en su angustioso pesar
Hijo de celos y amor,
Siente su alma desgarrar, 
Pues que ella le manda amar 
Y se lo veda el honor. 

Así, no cuida de nada 
De cuanto allí le rodea; 
Ya está la noche cerrada, 
Y él prosigue su jornada 
Sumergido en una idea. 

De repente, un vago son 
Llegado en alas del viento 
Resuena en su corazón; 
Que tocan á la oración
Las campanas del convento. 

Detiénese el conde y reza 
Los ojos tristes alzando, 
Destocada la cabeza;
Y á pensar con calma empieza, 
En lo que viene pensando. 

Que á un crimen le arrastra vé,
Quizás su propia razón;
Aunque necesario fué
Aceptar; pero con fé, 
Vuelve á Dios su corazón. 

Cuando interrumpiendo osado
La oración que al cielo ofrece. 
Un hombre mal ataviado,
Alto, moreno, tostado, 
Ante Don Juan aparece. 

—«Hablaros, buen conde, quiero.» 
Dijo; y él le respondió:
—«En mi castillo os espero..» 
Siguió andando el caballero 
Y el hombre detrás siguió. 

Llegaron al recio puente, 
Cayó el pesado rastrillo, 
Pasó el mancebo impaciente 
Y tras él osadamente 
Subió el villano al castillo. 

—«Habladme, pues, ¿qué queréis?»
 —«Os hablaré, caballero.
Cuando a solas os quedéis.»
—«¿A solas?»—«¿Quizás teméis?» 
—«¡Mal me conoces, pechero!...» 

Luces dos pages entraron 
En lámparas de metal;
Los pages se retiraron,
Y solos ambos quedaron 
En la cámara condal. 

—«Y bien; hablar ya podéis.» 
Dijo; y él le respondió
Con lúgubre voz:—«¿qué hacéis? 
¿Os arrepentís?..; ¿no veis?…»
 —«¿De qué me arrepiento yo?» 

—«¿No anheláis acaso dar 
La muerte á quien la alegría 
Os supo aleve arrancar, 
Haciéndoos, conde, llorar 
Vuestros celos noche y dia? 

«Nadie el duelo ha de saber; 
Yo os presto, Don Juan, mi ayuda, 
¡Ah! ¿no llegáis á entrever 
Que vuestra esposa ha de ser 
De Don Alvar la viuda?» 

—«¿Quién eres? hombre ó visión 
Que penetras los intentos
Que abriga m i corazón?
¿Cómo infernal ilusión 
Leer puedes mis pensamientos?» 

—«Eso no te importa, conde; 
Sé todo lo que en tu mente
Y en tu corazón se esconde;
A mi demanda responde: 
Lo que tu valor intente, 

Protegerá mi poder,
Calmando tu ardiente afán; 
Daréte gloria, placer…
—«Mas no alcanzo á comprender…»
 —«Veréislo aerora Don Juan.» 

Dijo: y las luces con furor matando,
Siniestro rayo de sus ojos lanza,
Que en el oculto camarín brillando
A disipar la oscuridad alcanza. 

Dió un grito el caballero de pavura; 
Mas las palabras fascinado oia, 
Con que un mundo de bien y de ventura. 
De amores y de -triunfos le ofrecía, 

Presentándole en mágicas visiones 
Los ensueños de dicha y bienandanza, 
Las brillantes y ricas ilusiones
De sus dias de paz y de esperanza.

Y de quimera en plácida quimera 
Se lanzaba su loca fantasía,
Mientras que lucha despiadada y fiera 
Entre opuestas pasiones sostenía. 

Mas venció el bien: de su estupor saliendo. 
—«Tentador, huye:» confundido exclama:
Y hácia Dios el espíritu volviendo
Cuyo poder en su defensa llama, 

Firme resiste su halagüeño encanto; 
Firme su saña; su amenaza impia;
En los pliegues se envuelve de su manto 
Donde la cruz de Alcántara lucia; 

Y ante la enseña que ostentó sagrada, 
Dió aquel hombre tan lúgubre gemido
Y le lanzó tan infernal mirada.
Que del mancebo se turbó el sentido. 

Un momento después vuelto á la vida 
A solas en su cámara encontróse; 
Que ya la horrible aparición rendida,
Como niebla en el viento disipóse. 

Huir entonces los enojos
De su corazón sintió;
Se humedecieron sus ojos,
Y ante una imágen, de hinojos 
Humildemente cayó. 

VII

A la mañana siguiente 
Cuando la aurora brillaba
Y el rojo sol levantaba
Tras de los montes su frente, 

Dos hidalgos caballeros 
A los que dieran por tales 
Sus aposturas marciales
Y el crugir de los aceros, 

El verde olivar cruzaron 
Ligeros y silenciosos,
Y entre los pinos frondosos 
De una selva se internaron. 

—«De aquí no pasemos ya:» 
Dijo uno con voz de trueno;
Y el otro de calma lleno, 
Respondióle:—«Bien está.» 

—«Tirad, Don Juan, de la espada, 
Y acabemos de una vez:» 
Prorumpió con altivez
Ya la faz desembozada 

Don Alvar, que de mal grado 
La cólera reprimía,
Cuando a saciarla coma 
Impaciante y despechado. 

Y con semblante altanero 
En guardia se colocó,
Y decidido exclamó: 
—«Acometed; que os espero.» 

—«Nunca; nunca; fuera en vano; 
(Huid, pensamientos impios.
Cual huyen los odios mios:)
Esta es Don Alvar mi mano.» 

Y prosternado Don Juan, 
Al suelo arrojó su espada: 
En él clavó una mirada 
Don Alvar lleno de afán; 

Y así un instante pasaron 
En silencio reflecsivo,
Y uno triste y otro, altivo, 
Tal diálogo entablaron. 

—«¿Qué hicisteis, Don Juan?»-«Señor 
Comprenderlo no podéis.» 
—«Esplicármelo debéis.»
—«No lo exijáis por favor.» 

—«Alzad, Don Juan, ese acero, 
Y cual buenos cancluyamos.» 
—«Imposible es que midamos 
Nuestras armas, caballero.» 

—«Don Juan me admiráis á fe; 
Y si otro que vos lo hiciera, 
Que tuvo miedo dijera
Quien nunca vencido fué.» 

—«Y si otro conde, que vos 
Cobarde á mí me llamara,
Lengua y vida le arrancára, 
Por no oirlo, ¡vive Dios!...» 

—«Reñid pues; ¿porqué dudáis? 
¿No sabéis ya, por los cielos
Que tengo en el alma celos, 
Celos que vos inspiráis? 

«¿Y que cuando el pecho arde 
Con este anhelo profundo,
No hay imposible en el mundo 
Que su venganza retarde?» 

—«Celos tengo también yo; 
¿Vos, Don Alvar, ignoráis 
Cuando cobarde llamáis
A aquel que nunca temió, 

«Que menos valiente fuera 
Si me arrancára la vida, 
Pues aquesta lid reñida 
Conmigo no sostuviera? 

—«Pero...»—«Lid horrenda; sí: 
Y escuchad, señor, en calma,
Pues voy á abriros mi alma. 
Cual nunca á nadie la abrí. 

«Yo amé con loca pasión
A vuestra Cándida esposa,
Y aun de su imágen hermosa 
Lleno está mi corazón.» 

—«¡Y, osáis decir?…» —«Yo la amé 
Con ese casto cariño.
Con que en otro tiempo, aun niño, 
Mi alma, pura le entregué. 

«Pasó mi infancia querida; 
Pero nunca se borró
Su memoria, que quedó
Con mi esencia confundida. 

«Quizás un tiempo existiera 
Ese recuerdo dormido;
Quizás yo propio he creido, 
Que muerte su sueño fuera. 

«Pero llegó á despertar, 
Y, ¡ay! al despertar halló 
Que entre nosotros alzó
La desventura un altar. 

«Entonces, conde, luché; 
Y de mi amor á despecho, 
Quise, arrancar de mi pecho 
La imágen que tanto amé. 

«Y aunque olvidarla debia, 
Y aunque intentase olvidarla,
Me era tan dulce el amarla, 
Que amarla siempre queria. 

«Por harto tiempo invoqué 
La virtud y la razón;
Mas al fin á mi ilusión 
Ciegamente me entregué. 

«Vos leísteis en mis ojos 
El afán, que me afligía; 
Perdisteis vuestra alegría; 
Sentisteis celos y enojos: 

«Yo, envidiaba la.ventura
Que os depararon los cielos; 
Cada dia vuestros celos
Crecian cual mi locura, 

«Y por eso nos odiamos 
Don Alvar; por eso ayer, 
Tras de tanto padecer,
A morir nos provocamos. 

«Y hoy mismo con saña impia 
Vengarnos quisimos fieros,
Manchando nuestros aceros 
Con vuéstra sangre ó la mia.» 

—«Eso mismo anhelo yo; 
Si ofenderme confesáis 
¿Porqué, decidme, dudáis? 
¿No queréis batiros?»—«No: 

«Y aunque sonrojo cual veis 
Me cueste, debo deciros,
Que solo vine á pediros 
Conde... que me perdonéis,» 

—-«¿Qué os perdone?...»-«No creáis 
Que miedo á la muerte guarde;
Si me tenéis por cobarde, 
Juro á Dios que os engañáis. 

«Pues para dar este paso
Que no me dicta el temor, 
Es menester mas valor
Del que imagináis acaso.» 

—«¿Creeros cobarde? no tal; 
Que siempre os tuve igualmente, 
Por hidalgo y por valiente, 
Aunque fuerais mi rival.» 

—«Y si hoy veis mi digna espada 
A vuestras plantas rendida
Cual no la tuve en mi vida
Ni por nadie ni por nada, 

«Si el perdón apetecido; 
Os ruego con insistencia. 
Para calmar mi conciencia 
Hago aquello, y esto pido.» 

Un momento pavoroso
A esta respuesta siguió: 
Don Alvar lo contempló 
Sorprendido y silencioso; 

Mas su espada envaina luego 
Clamando:—«Vivid en calma; 
Pues es muy noble esa alma 
Que hoy admiro, si odié ciego. 

«Y plegué al cielo piadoso 
Que ese delirio olvidéis,
Así en la tierra hallareis 
Ventura, paz y reposo.» 

—«Ya mi esperanza ha pasado 
De este mundo; quiera Dios,
Que seáis tan dichoso vos
Como yo desventurado.» 
Y las manos se tendieron 
Un juramento al hacer,
Y el rencor desaparecer. 
Entrambos nobles sintieron. 

Algunas frases cambiaron, 
Dejaron la selva umbria,
Y la vereda que guia
A sus castillos tomaron. 

————————————

Pocos dias trascurridos,
Ante su puerta se hallaban 
Constanza y Alvar, que estaban 
A partir apercibidos. 

Y literas y corceles
Do quiera se disponían, 
Doquier iban y venían 
Pages, dueñas y donceles. 

Pero todos ignoraban 
Porqué partir han dispuesto; 
Porqué á la corte tan presto 
Los señores se tornaban. 

Constanza llora al perder 
Otra vez su hermosa tierra, 
Al abandonar la sierra
Do acaso no ha de volver. 

Mas los instantes pasaron, 
Y condes, dueñas, donceles, 
De aquellos ricos vergeles 
Para siempre se alejaron. 

Y cuando tal sucediera,
De Don Juan no se sabia; 
Ni adivinarse podia
A dónde partido hubiera. 

Mil comentarios se hicieron, 
Pero nada averiguaron;
Mil historias se inventaron 
Que por la villa corrieron. 

En la aldea y el alcázar, 
Hallarlo, en vano han querido, 
Y nadie sabe qué ha sido
Del conde de Belalcazar. 

VIII

Era una noche límpida y serena; 
La blanca luna en el cénit brillaba, 
Y tristemente los dormidos campos 
Con sus rayos purísimos bañara. 

Todo es silencio, soledad, reposo; 
Todo en la sierra deliciosa calla; 
Solo se escucha al ruiseñor doliente, 
Que allá en la selva sus amores canta. 

Solo se escucha el murmurar suave 
De algún arroyo que su linfa arrastra; 
Solo se escuchan los amantes besos 
Con que á las flores acaricia el aura. 

¡Dulce silencio que á pensar convida! 
¡Noche tranquila de apacible calma! 
¿Quién al mirar tu luna y tus estrellas, 
A otro mundo su espíritu no lanza? 

¿Quién no percibe en tu misterio escrita 
La escelsitud del Hacedor sagrada?
¿Quién ¡oh noche feliz! bajo tu imperio
Su poderosa magestad no aclama? 

Sí, todo duerme; y á la orilla amena 
De una sonora virginal cascada, 
Allá en un valle que formó natura 
En el seno feráz de la montaña.

Donde el naranjo y limonero crecen,
Donde las flores su perfume exhalan,
Imponentes, severos, misteriosos,
De un convento los muros se levantan. 

Tras ellos, verdinegros y sombríos 
De los cipreses álzanse las ramas,
Y blanca cruz ante su puerta vese 
Al tibio rayo de la luna clara. 

¡Un monasterio! plácido retiro
Del santo amor y de la paz morada; 
Místico puerto de quietud sublime,
Que sobre el mar de la razón se alza. 

Isla feliz de celestial refugio, 
Desde la cual en éxtasis el alma 
Hasta el cielo purísimo se eleva, 
De la divina inspiración en alas. 

Del mundo los intensos huracanes,
Sus revueltas y turbias oleadas.
Entre los brazos de esa cruz se estrellan; 
Ante esos muros su furor quebrantan. 

Así la roca á cuya planta ruge 
Del poderoso Atlántico la saña,
Hácia los cielos su serena frente 
Firme y constante con valor levanta. 

¡Siglo falaz, en que vivir nos cupo,
 Que de la luz y del saber te llamas! 
¡Siglo que marchas entre turba inmensa 
De progresos, de errores y borrascas! 

¡Siglo orgulloso que olvidar pretendes 
Del Sumo Dios la omnipotencia santa, 
Y ante el becerro misero de oro 
Muestras cobarde la cerviz doblada! 
¿Porqué destruyes el asilo sacro 
Que la inocencia y el dolor buscaran? 
¿Porqué al lanzar tus victoriosos gritos 
Ruedan del templo las divinas aras? 

¡No sabes ¡ay! que entre el tumulto loco 
De pasiones que chocan encontradas,
Entre el fatal positivismo frío
Con que tu propio corazón desgarras, 

Hay almas puras do la fé se anida,
Y almas acaso de luchar cansadas
Que un puerto buscan do la paz impere, 
De la virtud y la oración morada! 

——————————————

Siempre las hubo; y en la clara noche 
Trasparente y azul de que os hablaba,
Cuando el incienso aun humear se via
En la iglesia que hoy yace abandonada, 

Un caballero que por tal le abonan
Su espuela de oro, su presencia hidalga, 
Al monasterio se encamina oculto
Bajo los pliegues de su luenga capa. 

Solo y á pié camina el caballero; 
Y con su corazón quizás batalla,
Que alguna vez las húmedas pupilas 
Al firmamento con dolor alzara. 

Mas ansioso las fija en el convento 
Que distingue á través de la enramada, 
Y hacia él dirige sus inciertos pasos,
Que allí moran su bien y su esperanza. 

No de otra suerte náufrago que lucha 
De la mar con las ondas encrespadas, 
Los ojos fija en el amigo faro
Que le muestra su luz hospitalaria. 

Ya cerca está; y el apacible coro 
Que severo los mongos entonaban;
Y el acento del órgano sublime,
Y de aquel sitio la solemne calma,

Son sacrosanto, celestial roció, 
Bálsamo misterioso que templara
Los males todos que su pecho oprimen; 
Las luchas todas, ele su pobre alma. 

Su cabeza descubre con respeto: 
Póstrase humilde ante la cruz sagrada, 
Que entre sus brazos con fervor estrecha, 
Y cuya piedra con su llanto baña... 

Hasta que al fin, suaves en el viento 
Las salmodias y el órgano se apagan; 
Hasta que turban el silencio solo,
Las brisas de la noche perfumadas. 

Entonces, levantándose el hidalgo,
Dos golpes diera con la fuerte aldaba
Del convento en la puerta, que muy pronto 
Cuando su nombre oyeron, tuvo franca. 

Mas aun sus pasos con pavor detiene; 
Aun dirige tristísima mirada
Hácia el cerrillo donde ostenta oscuras 
Sus antiguas almenas un alcázar... 

Y su adiós, dando postrimer al mundo,
Con un suspiro que su pecho exhala,
Un suspiro que acaso llevarian
Hasta el castillo las errantes auras. 

Cruza el dintel del monasterio santo;
Bajo sus arcos silencioso pasa,
Y en los claustros larguísimos se pierde 
El confuso rumor de sus pisadas. 

——————————————

Raudo pasara el tiempo; de la sierra 
Entre los limoneros y espadañas. 
Pobres ermitas de virtud asilo
En los montes agrestes se elevaban: 

Y un monasterio de severa mole 
Enmedio de ellos poderoso se alza 
Que á la Virgen purísima invocando, 


Y quien esos pacíficos albergues 
Con su piedad y con su fé levanta, 
Es un pobre y modesto Franciscano 
Que egemplares virtudes practicara. 

Un religioso en cuya frente brilla 
La paz dichosa que inundó su alma; 
Un religioso de humildad modelo.
Que bendicen doquier y doquier aman. 

En los lugares do brilló orgulloso 
El gallardo señor de Belalcazar,
Do el altivo Don Juan envidia diera 
A los nobles de toda la comarca. 

Ahora vése al austero cenobita
Que plebeyos y grandes admiraran,
Que al desvalido, con amor socorre,
Que al pobre enfermo cariñoso ampara: 

Que las familias desunidas, une
Con el dulce fervor de sus palabras; 
Que es un tipo evangélico y sublime,
De mansedumbre y caridad cristiana. 

Así todos descubren sus cabezas
Si por el pueblo que le admira pasa; 
Así todos el nombre respetable
De Fray Juan de la Puebla veneraban. 

EPÍLOGO

Algunos años mas tarde,
Las campanas de la iglesia
De aquel monasterio santo
Que alzó Fray Juan en la sierra, 
Con melancólico acento
Que por los aires resuena.
Por un sacerdote doblan,
Y por su descanso ruegan.
El pueblo de Belelcazar
Al templo triste se acerca.
En cuyo centro sombrío
Un catafalco se eleva.
Y en él, el cadáver yerto
Del Franciscano contempla,
Que el bien practicó en el mundo,
Y de Dios al seno vuela, 
Llora ante el altar el pueblo,
Los monges gimen y rezan, 
Bajo las bóvedas altas
Grave el órgano resuena, 
Y aquellas voces unidas,
Aquellas plegarias tiernas,
De Dios al escelso trono 
Los ángeles puros llevan. 

———————————

De un escudero seguida,
Por largo velo cubierta,
En el contristado templo
Una señora penetra,
Negro es su trage y sencillo; 
Sus tocas también son negras; 
Su porte magestuoso. 
Nobles sus formas y bellas.
Pero en su rostro se advierten 
Los surcos que hacen las penas, 
Y en sus cabellos, acaso,
Hay de plata algunas hebras. 
Con paso lento, la dama
Hasta el túmulo se acerca; 
En él sus miradas fija,
Ahoga un grito de sorpresa, 
Y de rodillas cayendo, 
Confusa, abrumada queda,
Otro tiempo recordando
De ventura y de inocencia. 

———————————

Era Constanza; Constanza, 
Que sola y viuda, anhela 
Terminar sus tristes dias
En los montes do naciera. 
Allí, en su viejo castillo
Con sus memorias se encierra, 
Siendo cual antes el ángel 
De las montañas aquellas.
Y todas las tardes, cuando
Se oculta el sol tras las crestas 
De los altísimos picos
Y aparecen las estrellas;
Cuando á la oración convoca
La campana de la iglesia
Y los cansados labriegos
Tornan del campo á la aldea, 
Llega al convento la dama;
Y ante una cruz de madera
Que en el pobre cementerio
De los Franciscos se eleva, 
Sobre una losa sencilla 
Que dos cipreses sombrean 
Y en cuyas orillas crecen 
Verdes campesinas yerbas,
Prosternase reverente; 
Férvida oración eleva; 
Algunas flores enlaza 
Sobre la cruz de madera, 
Y puras lágrimas vierte 
Con las que las flores riega; 
Con las que riega la tumba 
Del padre Juan de la Puebla. 



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